Sinfonía No. 9 – Ludwig van Beethoven

Alejandro Gutiérrez en la Basílica de los Ángeles, Cartago. 2024.

Escrito por Alejandro Gutiérrez

mayo 16, 2024

Hablar o escribir sobre Beethoven siempre resulta fascinante debido a la singularidad que representa, tanto en su persona, como en su vida y su música. Esta individualidad se convierte, al mismo tiempo, en un desafío a la hora de comprender e interpretar sus obras o de intentar compartir aspectos relevantes de su legado.

 

Desde el punto de vista sinfónico-orquestal, Beethoven podría haber compuesto perfectamente solo ocho sinfonías, y el mundo habría estado muy agradecido y satisfecho con esta riqueza heredada hace poco más de doscientos años. Sus obras están cargadas de innovación, originalidad, carácter, expresividad y contrastes, así como de una técnica compositiva incomparable y de rupturas ortodoxas en forma y contenido. Estas características le otorgaron un estatus de altísimo valor artístico, público, político y social.

 

Pero sus obras también están impregnadas de un contenido emocional que refleja no solo al gran compositor Beethoven, sino también al ser humano Beethoven, con sus altibajos. A veces deprimido, a veces lleno de vida, pero siempre con un espíritu de lucha. Una lucha interna y personal contra su enfermedad auditiva, una lucha para recuperarse de amores no correspondidos, una lucha contra momentos familiares hostiles, una lucha a favor de sus ideales políticos y una lucha por alcanzar sus ideales personales y artísticos.

 

Gran parte del estilo único de Beethoven, a lo largo de toda su obra, está ligado al desarrollo natural y orgánico que esta ha experimentado a lo largo de los años. Cada sinfonía nos lleva de manera orgánica hacia su último y más alto propósito artístico, filosófico y espiritual. Su mayor propósito como ser humano fue el de invitarnos a que, bajo esta gran bóveda celeste, nos abracemos como hermanos. Por lo tanto, la Sinfonía No. 9 Opus 125 en Re menor representa un clímax emocional de gran majestuosidad al mismo tiempo que nos ofrece una síntesis de su propia historia de vida.

 

El primer movimiento comienza con sonidos neutros y atemporales. Un intervalo de quinta entre los cornos que nos inspira una sensación de libertad en el tiempo y en el espacio, para poco a poco llevarnos a un estruendoso momento que nos invita a reflexionar sobre la realidad del ser humano, su experiencia a lo largo de la vida con sus momentos de angustia y dolor alternados con sus momentos de alegría y felicidad.

 

El segundo movimiento es un Scherzo, tradicionalmente en la música un Scherzo tiene un marcado carácter de danza y juego. En el segundo movimiento, Beethoven nos invita a disfrutar de las cosas buenas de la vida. Nos hace la vida más alegre y entretenida. No es un Scherzo corto, como tradicionalmente se presenta. En este caso, lo repite como quien quiere extender un momento de felicidad porque no quiere que termine.

 

El Adagio del tercer movimiento es el más lento y, desde mi perspectiva, el más difícil de interpretar, al igual que es difícil la transformación interior de nosotros como seres humanos. La música de este tercer movimiento está cargada de espiritualidad e invita a la introspección, a encontrarnos a nosotros mismos e iniciar nuestro proceso de transformación hacia la libertad, la hermandad y la apertura al otro, al abrazo al otro que fue el deseo de Beethoven a lo largo de su vida y que plasma en esta sinfonía utilizando el poderoso lenguaje de la música.

 

El Finale es lo que todos esperan escuchar, ya que contiene el famoso tema de la «Oda a la Alegría». Sin embargo, este final cobra más sentido cuando se vive e interioriza todo el proceso de los tres movimientos anteriores, especialmente el tercero que nos insta a esa transformación interna mencionada anteriormente, y que de alguna manera nos prepara para el abrazo fraternal entre todos los seres humanos que pretendía Beethoven.

 

De joven, Beethoven ya quería utilizar el poema de Friedrich Schiller que recita la necesidad de amarnos y abrazarnos como hermanos; sin embargo, nunca estuvo preparado para hacerlo. Tuvo que pasar por el largo proceso, a veces tormentoso, a veces muy gratificante, a veces oscuro, a veces no tan terrible, a veces casi tocando el cielo de la alegría. Ese proceso que todos experimentamos y que nos enseña y nos revela los secretos día a día. Ese proceso llamado vida. En otras palabras, Beethoven tuvo que pasar por la universidad de la vida antes de poder escribir su mensaje a la humanidad con el poderoso lenguaje de la música.

 

El movimiento final comienza con un estruendoso fragmento para ponernos en una actitud de completa atención y darnos su mensaje de alegría. Un mensaje de esperanza para que todos los seres humanos volvamos a ser hermanos.

 

Beethoven nos lleva a la cumbre más alta de nuestra capacidad humana para continuar con su discurso en otro nivel aún más celestial. La contemplación de Dios y un beso que abarque al mundo entero.

 

Desde un análisis técnico, musical y artístico, la obra es perfecta y representó la culminación de la «sinfonía» como género. Fueron pocos los compositores que decidieron seguir escribiendo sinfonías durante la primera mitad del siglo XIX. Sus atributos técnicos, expresivos e innovadores eran suficientes para cumplir a cabalidad sus propósitos artísticos. Sin embargo, es el mensaje espiritual y de comunión humanitaria lo que hace que esta obra siga tan vigente doscientos años después de su creación, y estoy seguro de que seguirá siéndolo durante muchos años más.

 

La masiva asistencia y la reacción tan emotiva del público en los conciertos de la OSUCR de este fin de semana pasado – Parroquia de Barva de Heredia el viernes 10 de mayo y Basílica de los Ángeles de Cartago el domingo 12 de mayo – en celebración del bicentenario de la composición, son un fiel reflejo de los fuertes valores artísticos, de comunión humanitaria y espirituales de esta maravillosa obra de arte.

 

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